La pequeña chispa que de pronto prende en esta monotonía de
rezos, letanías y adoraciones, viene provocada por unas cartas que Gracia, la
más dinámica de las tres, la que aún mantiene un resto de corazón abierto a la
vida, escribe en la soledad de su cuarto a un amante que dejó al otro lado del
océano. Un hombre que al fin provocó su marcha de Argentina y su llegada a la
ciudad opresiva y a la España cerrada en que, lentamente, se van extinguiendo
sus días. La necesidad de callar, y disimular, la necesidad de aparentar un
recogimiento y una contrición que en su interior está muy lejos de sentir,
provocan al fin tome la pluma y escriba a aquel “Luis” que ya duda si fue real
o si fue solo una ensoñación, a fuerza de negárselo. Son cartas destinadas a
quedarse en el cajón, a no llegar nunca a su destinatario, pero a través de
ellas asistimos al despertar de Gracia, al reconocimiento de su encierro, de la
grisura de su vida, y consecuentemente al enfrentamiento con aquellos que la
acompañan en sus largas jornadas. Un enfrentamiento en el que saldrán a relucir
viejos fantasmas, sucesos ocultos, mentiras escondidas durante mucho, mucho
tiempo, detrás de una apariencia de bondad absoluta, casi de santidad, de cara
al vecindario.
El gran acierto de Tango sin memoria, sobre un tema, este de la pugna
entre la verdad y el disimulo a que nos obliga la sociedad, que ya ha sido
tratado numerosas veces, es que Elena Casero acierta a dar a sus personajes un
tono humano, acierta en el matiz de no conceder a quien escribe las cartas y a
quien la reprende por tales libertades un matiz absoluto, no convertirlos en
personajes de una pieza destinados a la enemistad, sino que el lector puede
llegar a entender, y acabar comprendiendo, al personaje de Julia, por ejemplo,
aquella de mirada más severa, la más reprensora de la libertad de las
costumbres. Elena Casero acierta a trazar, detrás del ceño siempre fruncido de
Julia, a un verdadero ser humano condicionado por la ignorancia y el miedo, a
otra víctima más de la época. Lejos de aquellas novelas categóricas que
establecían una clara distinción entre opresores y oprimidos, y un claro, pues,
reparto de responsabilidades, en Tango sin memoria nos
encontramos con un profundo matiz de comprensión.
No se trata, pues, de ajustar cuentas, un error en el que quizás
cayeron novelas de este estilo contemporáneas de la época que se cuenta; se
trata de centrar la mirada en la humanidad que hay detrás de cada personaje, y
se trata de acabar abriendo una puerta a la esperanza, a la posibilidad de que
incluso (como se apunta en excepcional final) los cuervos negros puedan graznar
delicadas canciones de amor. Siempre hay una salida en el laberinto para poder
ponerse a salvo, sin más daño (pero no es poco) que el tiempo, a veces inmenso,
que hemos tardado en encontrarla.
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