Elena Casero Viana, durante la entrega de premios en el CaixaForum València. FUNDACIÓN "LA CAIXA"
Hace muchos meses que no escribía nada. Aquí el tiempo va a su propio ritmo, unas veces parece circular y otras cuadriculado.
Hemos tenido sequía, lluvia en abundancia sin causar daños. Y hemos tenido, como en todas partes, elecciones municipales.
Esto no es la España vacía, (aún) pero sí al España ninguneada, olvidada incluso por las entidades que tenemos más cercanas. Los programas electorales se repiten, las promesas, los beneficios si votas a unos o a los contrarios. Votamos. Y esperamos cuatro años más para comprobar que, efectivamente, lo prometido no se suele cumplir.
Ser pedanía es casi peor que ser un barrio de una ciudad.
Anoche, vencido por
el cansancio, en esos instantes en que el cuerpo comienza a ser ligero y la
mente un revoltijo de ideas inconexas, poco antes de que el sueño me alejara
del mundo, pensé en ti. Debería considerarlo como un suceso extraordinario ya
que rara vez eso me sucede. El cerebro, ese músculo prodigioso que no siempre nos
previene de los recuerdos ingratos para evitar que caigamos en la locura y lo
arrastremos a la nada, me devolvió un fragmento de mi pasada vida, un resto que
llegó a la orilla de mi memoria, como la crujiente ola que araña la arena.
Entre
ese revoltijo y los restos del naufragio apareció la foto y me hizo recobrar
Te
hablo, por si lo has olvidado, de aquella foto que te hice hace muchos años y que
formaba parte del proyecto para la exposición de la galería de arte, una
recopilación de mi obra de los últimos diez años. ¿Lo recuerdas ahora? Deberías hacerlo. Fueron
largas noches de montaje en el laboratorio, noches de insomnio, cenas y
desayunos a deshoras. Eso fue mucho antes de que el laboratorio fuera
sustituido por un ordenador, una impresora de alta resolución y el revelado digital.
Sí, deberías recordarlo porque tú recogiste el premio en mi nombre.
Esta
mañana la he buscado. He tardado un poco en dar con ella. Hasta el punto de
pensar que la había perdido.
No. No
debo mentir. Aquello se acabó. Ya me he acostumbrado a no disfrazar la verdad (más
que lo estrictamente necesario) por mi salud mental. No te voy a engañar: la foto está en mi
estudio, en uno de los estantes de la derecha, aquel donde tú solías dejar tu
cuenco de plata con un cúmulo de colillas abolladas, perfiladas de carmín al
lado de toda la quincallería que repartías por tu exquisito cuerpo.
Lo
cierto es que durante mucho tiempo tuve la foto escondida para no remover
rescoldos y llenar mi corazón de cenizas. Cuando creí que podía tomarla de
nuevo entre mis manos y mirarla sin sentir que el ácido me llenaba la boca, la
volví a exponer a la mirada de todo aquel entrara en casa (que nunca era mucha
gente). Ya sabes que todos pensaban que era una foto perfecta, aunque tú
afirmaras que hubiera quedado mucho mejor si en lugar de tus piernas hubiera
estado tu cara.
Es la
única fotografía. La única que existe de tu paso por mi vida. Me dejaste un huracán
de recuerdos y pesadillas.
El
armonioso contraste entre la tenue luz de aquella farola empañada de humedad
que revoloteaba sobre tu tobillo izquierdo, el que estaba retrasado en tu paso satisfecho
y la sombra con que tu falda suavizaba la costura de la media, me sigue
fascinando. A escasos centímetros del suelo el tacón se alzaba recto y
decidido. La seda negra despedía débiles guiños de luz que llamaban la atención
de los viandantes. Después me observaban con curiosidad y cierta envidia mientras
seguía con mi cámara de fotos el halo lúbrico de tus piernas.
Contemplé
la foto durante unos minutos. Me sigue pareciendo hermosa (a pesar de todo),
una pequeña obra de arte, el resultado de horas de insomnio hasta lograr el efecto
deseado. Meditando sobre ella durante la noche, una vez incapaz de conciliar
del sueño, llegué a la conclusión de que si la especie humana fuera capaz de
leer los mensajes que contienen los pequeños detalles nos daríamos cuenta de que
algunos son premonitorios. Si lo hubiera sabido entonces me
hubiera ahorrado unos cuantos disgustos. ¡Qué fácil me resulta hablar ahora que
ya soy capaz de observarla alejándome de su significado!
Desde
el principio, desde antes de su revelado, cuando mi ojo estaba pegado al visor,
la encontré cargada de tentaciones. Por un lado, la noche, el abrigo de la
oscuridad que envuelve la vida en irrealidad, cuando todo adquiere una
dimensión distinta en el mundo; en otro plano, las piernas de una mujer que se
aleja caminando, dejando tras de sí, a sus pies, con indiferencia, unos objetos
que parecen haber sido rechazados (una taza con su platillo, un sobre abierto y
su contenido apresado bajo el tacón que rasga el asfalto), quién sabe si por
inservibles, por despecho o por cansancio.
Pocos meses
después de recibir el premio los pequeños detalles se me revelaron con su carga
de indescifrables mensajes: la taza se hizo añicos al resbalarse de entre mis
manos, el sobre apareció cerrado sobre la mesa del ordenador y su contenido me
rasgó el alma.
Y me
persigue ese mismo sentimiento cada vez que miro la foto en la que tus piernas parecen
querer desvanecerse y sólo quedamos a su alrededor los objetos inservibles.
Elena Casero Viana, durante la entrega de premios en el CaixaForum València. FUNDACIÓN "LA CAIXA"
Los relatos El brillo de la seda y Órgano de fuego, y el microrrelato Palabras de los valencianos Elena Casero Viana, V. Javier Llop Pérez y Mª Luisa Pérez Rodríguez, respectivamente, sobre el amor, las huellas del paso del tiempo y las relaciones familiares, han resultado finalistas del certamen. En la Comunitat Valenciana se han presentado 213 relatos y 97 microrrelatos.
El mío se basó en esta portada: La biblioteca del loco.
Lo más sublime
Bajamos a Valencia para asuntos puntuales: librerías, comidas con amigos, compras varias, conciertos o teatro y repaso a la casa.
Hay gente que nos dice que nos envidia por vivir en un lugar pequeño, rodeado de naturaleza, tranquilo, sin los agobios propios de una gran ciudad. Valencia lo es, una gran ciudad que se ha crecido mucho en las últimas décadas.
También hay gente que se sigue extrañando de que hayamos elegido esta vida, como si nos hubiéramos ido a una isla desierta y nos preguntan, con bastante insistencia, cuándo regresamos a la ciudad.
Una conocida se sorprendió de que pudiera recibir correos electrónicos aquí. Tuve que recordarle que incluso tenemos agua corriente.
Hace unos días, una amiga me miró, muy seria, y me dijo: Dime la verdad, ¿no te aburres allí? ¿No te apetece ir a ver escaparates?
Nada es idílico.
Nos conocen más a nosotros, que nosotros a los demás. Llevamos adherida la costumbre de no entrometernos en la vida ajena. Pregunto e indago si quiero escribir algo sobre la vida y misterios de sus convecinos. Eso sí que me gusta.
Hay también una cierta prevención hacia los foráneos. Una predisposición inicial a proteger sus costumbres, como si temieran que fuéramos a colonizarlos. Predisposición que se va mitigando con el conocimiento, mutuo. Y el respeto, mutuo, también.
Hoy he ido de entierro. Continúa la tradición de despedir al finado en el cementerio. Hacer el recorrido, detrás del coche, a pie por las calles del pueblo. Un hombre joven, demasiado joven para marcharse. Me ha sorprendido el silencio de estos dos últimos días en las calles, como si la tristeza nos hubiera cubierto a todos.
En bastantes ocasiones he participado con algún relato en un libro colectivo. En este caso, como en otro anterior, los beneficios van destinados a fines sociales a través de una asociación.
Esta es la primera vez que lo hago en calidad de "bibliotecaria", actividad a la que llegué de casualidad, y participo con un texto basado en esta historia.
Edward Brooke-Hitching. The
Madman’s Library: The Strangest Books, Manuscripts and Other Literary
Curiosities from History. Simon & Schuster, 2020. ISBN 978-1-79720-730-8
Carezco de formación como bibliotecaria o archivera. Lo mío, en este caso, es una mezcla de amor al arte e inconsciencia.
La biblioteca se ha creado casi de la nada, a partir de una sugerencia mía, y la insistencia de los alcaldes anteriores, con una bonita estantería de madera, regalo del ayuntamiento de Requena, un local recién reconstruido y unas docenas de libros. Desde aquel día, pandemia incluida, casi soledad administrativa. Gracias a las amistades nos hemos hecho con cerca de mil libros y mi empeñado para conseguir más estanterías y algunos libros que buenamente nos han cedido de la Biblioteca de Requena. Disfruto entre libros, unas veces aconsejo a las lectoras, otras ya saben lo que buscan. No son muchas, pero suficientes para seguir con las puertas abiertas el tiempo que sea preciso.
Y este es el relato incluido en el libro 101 Relatos bibliotecarios, de la editorial Vinatea.
LO MÁS SUBLIME
¿Sabe, señoría?
Desde hace generaciones mi familia ha vivido obsesionada por el coleccionismo, esa
bendita idea que tuvo mi antepasado,
allá por el siglo XVIII, a quien se le ocurrió coleccionar mondadientes, sí, no
se ría, palillos de todo tipo, redondos, cuadrados, de madera, de hierro, sin
usar y usados y, aunque le pueda resultar sorprendente, logró una cantidad
considerable que guardó en varias cajas de madera, entenderá su señoría que, a
pesar de que no todos llegaron en buen estado a su sucesor, ya que los bichos
se encargaron de destruirlos, no fue óbice para que se iniciara una nueva
colección, en este caso se trató de cucharillas de café o de postre que alcanzó
la cantidad de cuatrocientas que están en mi poder, porque, discúlpeme, creo
que no le he dicho que todas las colecciones van pasando de un primogénito al
siguiente, con el trastorno que eso conlleva, ya que no todos han sido capaces
de guardarlas en su hogar, no es mi caso, como ha podido observar por las
pruebas aportadas por la policía tras los continuos registros, pero no es esto
en lo que se basa mi alegato de inocencia, señoría, ya que, como he insistido
en varias ocasiones, lo que ha movido mi espíritu, y que ustedes, señoría y
señores del jurado, consideran un sacrilegio, es tener la colección más
sorprendente, y no me negarán que lo he conseguido, valga la modestia, y quiero
dejar claro que el fin es epatar a mi sucesor, para que cuando llegue su turno se
encuentre en la disyuntiva de renunciar a seguir con la tradición o buscar
algún elemento coleccionable que sea mejor que el mío, cuestión difícil por
otra parte, y permita que sonría, sé que usted se está preguntando qué ocurre
si no existe ese primogénito, quién continúa con el rito, no existe ningún
problema, todo está controlado, ya sabe que yo no tengo hijos, por lo tanto la tradición
indica que debe recaer en el primogénito de mi hermano mayor, el pobre ya se
está devanando los sesos para encontrar un objeto curioso que supere a los
míos, no me gustaría estar en su lugar porque sé que es una tarea ardua, de
hecho, mi colección de libros raros es de las mejores del mundo y el último
ejemplar, el que me ha traído hasta su presencia y ante este jurado, fue el
mayor estímulo para culminar mi labor, no me mire con esa cara, señoría, estoy
seguro de que a usted como al resto del jurado les gusta que su trabajo sea
perfecto, y yo no soy una excepción, y permita que añada, antes de que se me
olvide, que mi idea partió de la lectura de otro libro, qué casualidad, el
denominado “La biblioteca del loco” escrito por Edward Brooke-Hitching, que
cambió mi visión del coleccionismo, ¡ah!, qué maravilla de descubrimiento, yo
que hasta este momento me había paseado como un obseso por las librerías de
viejo, analizando ejemplares antiguos, viajando por medio mundo, gastando mi
precaria fortuna para crear una colección insuperable, hasta que ese libro
llegó a mis manos y me di cuenta de que me quedaba una posibilidad que no había
tenido en consideración, y que debía ponerme a trabajar incluso antes de tener
el libro más raro jamás escrito: ¡partituras!, cómo no lo había pensado antes, yo,
un amante de la música, asiduo a los conciertos, así que me encontré dándole
vueltas a la idea, me puse en contacto con una compositora, preciosa, a la que
no tardé en seducir, espero que nadie dude de mis encantos masculinos, por
dios, que no son menos importantes que mis encantos intelectuales, y ella, sin
saber cuál era la verdadera razón de mi interés, se mostró feliz, incluso
apasionada, la ingenua, y todo vino rodado, y en nombre del amor se dejó hacer
y yo conseguí las partituras más sublimes jamás escritas, pese a lo que digan,
pese a la censura, pese a todo, porque ella se dejó en esos pentagramas toda su
inteligencia, su experiencia y, aunque por sus gestos sé que les resulta
macabro, también se dejó la piel, disculpen que sonría, pero el recuerdo de
cómo se gestó esta maravilla me llena de ternura, ¡ah! La sigo viendo sentada
al piano, horas, días, semanas, componiendo lo que iba a ser su mayor legado,
tan feliz, tan inocente, porque yo nunca le dije en qué iba a consistir esa
herencia para la humanidad, y cuando lo finalizó, su felicidad fue un éxtasis, señoría y señores del jurado, corrimos a abrir
varias botellas de vino, del que a ella le gustaba, y ella, henchida de gozo,
quiso que su obra se titulara: “La consagración del amor”, un poco cursi me
pareció, pero acepté, era imposible negarse, y entre copas y arrumacos el
somnífero hizo su efecto y la llevé, con toda mi gratitud hasta el laboratorio
que había construido en el sótano de mi casa, cerrado con llave, con la excusa
de la conservación de las colecciones familiares y allí, con todo cuidado, tras
días y días de trabajo, trasladé las partituras sobre su piel que fueron
absorbidas con la delicadeza que requería la composición y, fíjense, estoy
satisfecho porque ella sigue estando presente, no solo en estas partituras
únicas, ¡ah!, les noto sorprendidos, no deberían, ustedes son personas
inteligentes y han adivinado, sí, lo tienen ante sus ojos, mis memorias, el
último libro de mi colección, único en el mundo, textos escritos a mano, con
plumilla, encuadernadas como las partituras, ¿no creen que es un acto de amor?,
ella me lo ofreció todo y yo me limité a tomarlo, sé que me creen un loco, un
asesino, un demente capaz de cualquier cosa por llevar mi colección a lo
imposible, para que mi sucesor renuncie a seguir con esta pasión desbordante
que nos envenena a toda la familia, a que sea consciente de que jamás, nunca,
alcanzará la belleza de la mía. Y aquí termino mi alegato, señoría, le ruego
que lleven unas flores a su tumba y que, durante ese momento, suene alguna de
sus sublimes composiciones.
Desconozco si los sueños tienen caducidad. Este, el de llevar una
biblioteca pequeña, puede que sí. El tiempo tiene la palabra. El tiempo, las
circunstancias, las ganas.
La lectura, dicen, lleva a la escritura. Los libros, la sensación de
abrigo que producen, llevan a querer rodearse de ellos, de las palabras que
contienen, de las historias que nos han hecho sentir que hay otros mundos distintos
al que vemos a diario.
Me gusta, disfruto estando en esta habitación. Los libros no hablan en
voz alta, dan paz. Algunos días me da tiempo a escribir o corregir si no viene
nadie. Las ventanas dan a un espacio grande, un campo de fútbol, donde juegan
los jóvenes, donde ligan, fuman y hacen lo propio de su edad. Hay árboles que
dan sombra en verano y, si hay brisa, acompañan con su melodía.
Tengo una media de diez lectoras. Este verano, por suerte aumentó el número. Ahora está todo parado. En los pueblos el tiempo se mide por el trabajo del campo, por las cosechas. Y ahora es tiempo de vendimia. Cuando acabe, regresarán, como las aves que migran. Y volveremos a hablar de las lecturas que nos gustan, las que no.
Nadie me obliga a estar aquí, nadie me ha presionado para que me haya encargado de una actividad que no siempre está bien considerada. Hay mucha gente que no lee. Me han llegado a decir que, igual que a mí me gusta leer, a ellas les gusta ver culebrones turcos. Todos somos libres de escoger nuestras debilidades.
También es cierto que, algunas veces, la menos, me siento desamparada. La
biblioteca está un poco alejada del núcleo urbano (en el caso de una aldea, ese
núcleo no es inabarcable). No hay ningún cartel que indique su ubicación, como sería
el caso de una farmacia o el horno del pan, o la carnicería. Una biblioteca no está
incluida entre los productos de primera necesidad. No para mí, claro.
Todo se andará. En este momento, hay 1.050 libros. Una cantidad
considerable teniendo en cuenta que todos han sido donados. No hay presupuesto
para comprar novedades, ni libros de segunda mano. Hay que lidiar con lo que
hay. Hasta con el olvido de aquellos que la impulsaron.
Y con lo que hay, hemos podido hacer charlas con autoras, una presentación y alguna más que vendrá porque, en el fondo, las lectoras tienen ganas de conocer a la persona que hay detrás de ese nombre de la portada.
Lo que siempre queda es la satisfacción de que alguna de las lectoras te den las gracias por acercarles los libros. Eso compensa cualquier momento de desesperanza.
He de poner algún ambientador para quitar el olor a cerrado.
Valencia. Año del
señor de 2070
—Manolo. Las ocho.
La luz de la cámara, en un rincón
de la habitación, parpadea. Manolo se levanta, va al cuarto de baño. De la
cocina llega el aroma del café, con fondo de achicoria, hecho en el puchero.
—¿Qué te toca hoy?
—Pato de estanque. Lo odio.
—¡Schsss! Deberías cuidar lo que
dices. Ya sabes que… —y le señala la cámara.
Manolo asiente. Se toma el café y
se marcha al dormitorio. Minutos después, da un beso a su mujer y se despide.
Manolo va caminando hasta el
parque central. Las calles están silenciosas. Los coches aparcados y cubiertos
de una pátina grisácea brillante. En el centro del parque se reúne con su jefe
de grupo. Éste, vestido de sauce llorón, da las instrucciones pertinentes: —los
patos, al estanque. Los árboles, venid conmigo que hoy nos toca la esquina izquierda.
Los niños pequeños, ale, a correr por ahí, a dar por saco.
Desde que se decretó la emergencia
mundial debido, entre otras causas, al cambio climático, el nuevo estado europeo,
dirigido por la presidenta Grettchen, gobierna con mano dura. La subida del
nivel del mar obligó a los habitantes de las ciudades costeras a desplazarse hacia
el interior del país, convirtiéndolas en la nueva España vacía.
Manolo y sus compañeros, antes de
comenzar la tarea diaria, se detienen ante una valla publicitaria. Leer en voz
alta las ordenanzas forma parte de las obligaciones como ciudadanos del nuevo
orden.
—Te toca, Anselmo.
—¡Cuac!
«Ordeno.
Que, los habitantes de las ciudades
que sean considerados aptos, física y mentalmente, se pongan a disposición de
las autoridades para realizar labores humanitarias en beneficio de la sociedad con
el fin de evitar que los más vulnerables: enfermos, ancianos y niños—, se
sientan desubicados y caigan en una depresión.»
—¡chss! No te quejes, que puede
ser peor— le reprende Anselmo en voz baja.
—Siempre se me olvida —se
disculpa mirando de soslayo hacia una de las cámaras. —¿Qué te toca mañana,
Anselmo?
—Bebé de teta.
—¡Joder, qué suerte!
—A mí me toca hacer de perro. Acabo
hecho polvo, te lo juro.
Microrrelato incluido en el libro "2070- Relatos líquidos" publicado por Bibliocafé
(Imagen tomada de internet)
Adoro
la oscuridad. Y bajar las escaleras y percibir la inquietud de los vecinos. Y
el olor de los sueños ajenos. El aroma del miedo: dulzón e irresistible.
Los
niños me sonríen. Aún son capaces de percibir lo extraño y sus padres les
preguntan que si tienen un amigo invisible.
Esta
noche voy a entrar en el quinto. Esa casa fue la mía. Son nuevos y nada saben. Tienen
gemelas. Indistinguibles. Y duermen en mi habitación, donde todo sucedió, donde
queda el recuerdo. Presiento en ellas ese fondo inquietante que tanto me gusta.
Creo que nos vamos a divertir.
Microrrelato finalista (reciclado) para el concurso del Ayuntamiento de Godella.
(Imagen tomada de internet)